miércoles, 27 de julio de 2011
SAN MIGUEL (9)
Después de una movida noche de tirones de sábanas, risas y "cosquilillas", nos despertábamos temprano, cuando oíamos correr las trancas de las puertas, rebuznar a los burros y a los mulos, cantar a los gallos, cacarear a las gallinas, ladrar a los perros y dar voces a los segadores, pastores y labriegos.
Salíamos de la sala y como "penitentes" nos presentábamos en la cocina descalzos y allí estaban mi abuela y mi tía Vale preparando el café y cociendo la leche para el desayuno.
Nos ponían el desayuno, un tazón de café con leche de cabra con pan "migao" y una cucharada de nata por encima con un poco de azúcar.
Seguidamente pasábamos por la sala del aseo donde estaba el palanganero y nos hacíamos la "lavaura del gato" y salíamos corriendo al corral, cogíamos la burra, le poníamos las aguaderas de esparto, subíamos las cántaras de lata, nos montábamos a turnos en la burra e íbamos a buscar el agua para beber al pozo de agua "cana".
El pozo se encontraba siguiendo un caminito estrecho, que salía a la izquierda de la casa. Iba paralelo al arroyo. En este camino también había un trozo que era muy polvoriento, como de barro triturado, como harina gris.
Camino al pozo llevábamos un gran jolgorio, saltando, subiendo y bajando de la burra.
Cuando llegábamos al pozo bajábamos todos los cántaros y los llenábamos de agua con una calderilla de cinz, que estaba colgada de una higuera que había al lado del pozo.
Llenábamos los cántaros de lata y los colocábamos en las aguaderas y emprendíamos camino para la casa.
Le pinchábamos con un palo a la burra para que corriera, y la burra corría como loca y el agua iba saltando de los cantarillos de tal manera que cuando llegábamos a vaciarlos a la tinaja y a los cántaros de barro, que estaban en la cantarera, los cantarillos de lata estaban medio vacíos.
Volvíamos otra vez por el caminito, ahora salpicado por el reguero de agua que habíamos tirado, llegábamos al pozo, y..., ya con un poco más de calor nos tirábamos calderillazos de agua, unos a otros hasta que la calderilla se caía al pozo y teníamos que sacarla con las escarpias. Allí pasábamos un buen rato agradable jugando con el agua,y el gran calor que hacía aumentaba el agradable olor que desprendía la "presta de burra" que nacía alrededor del pozo y los poleos que crecían en la orilla del arroyo.
Así pasábamos media mañana, yendo y viniendo al pozo hasta que le llenábamos la tinaja y los cántaros de barro a la abuela de agua potable.
A esas horas, sobre las 11 de la mañana ya habían venido de la huerta del molino alguno de mis tíos o tías y habían traído fruta fresca, ciruelas rojas, claudias, alcahuetas, fresquillas ,melocotones y sandías y melones.
Tengo entendido que la huerta del molino se la vendió el amo a mi abuelo. Esta venta fue un trueque, mi abuelo le daba al "amo" hermosos pavos por navidad, que mi abuela había criado habilmente y con mucho sacrificio, digo con mucho sacrificio y paciencia pues dice mi madre que los "pavinos", como su nombre indica eran un poco pavos y así como los pollitos nada más nacer comían solos, a los "pavinos" había que darles de comer con la mano, abriéndoles el pico, una papilla que ella preparaba con ortigas, pan y leche, a veces tenían que ir hasta el pueblo a recoger las ortigas que crecían alrededor de las paredes de piedras.
Cuando crecían un poco, tenían que llevarlos a comer los restos de cereales que habían quedado de la siega a los campos de barbecho.
Pues como digo el trueque, consistía en que cada año mi abuela le daba al amo unos cuantos hermosos pavos gordos y bien criados, que el amo regalaba a sus familiares y amigos.
En aquellos años cenar pavo en Navidad era todo un lujo.
A cambio el amo le dio el cacho tierra de la huerta del molino.
Al parecer hicieron un "papel" escrito donde se reflejaba el trueque, pero cuando los amos partieron las fincas le mandaron llevar el famoso papel escrito a mi abuelo y nunca más se supo de aquel papel.
Ni el amo le devolvió el papel, ni mi abuelo se acordó de pedirlo y cuando lo hizo ya era demasiado tarde.
Pero era requetesabido por todos los vecinos de los huertos colindantes que esa huerta pertenecía a mi abuelo. Además el pozo del que se nutría la huerta lo había hecho el abuelo.
Uno de los vecinos de huerta, era un señor muy mayor con el pelo completamente blanco que en el pueblo lo llamaban tío "Pijama". En el pueblo, no se libra nadie del mote y a este pobre hombre le pusieron tío "pijama", porque vino de Buenos Aires con un traje a rayas..., y siempre iba a la huerta con ese traje montado en la burra.
A nosotros nos daba un poco de miedo porque tenía mal carácter. La verdad es que era un poco esperpéntico y surrealista ver en pleno secarral a un hortelano vestido con un traje de rayas blancas y negras montado en una burra.
Esa bonita y prospera huerta, donde sembraban todas las hortalizas y árboles frutales cuando mi abuelo repartió la herencia le tocó a su hija pequeña.
Por aquella época, cambió de dueño San Migue, pero no el San Miguel donde los abuelos eran los guardeses, si no el San Miguel que estaba pasado el arroyo (propiedad de mi suegro).Y hubo un gran lío con el nuevo dueño.
Resumiendo: mi tía se quedó sin la huerta...
No había papeles dónde poder demostrar que la huerta era un trueque del amo a mi abuelo.
Pero existe una cosa que se llama ética y moralidad y la firme creencia de todos, que ese cacho tierra pertenecía a mi abuelo y después a mi tía.
Moralmente, sabiendo que podía ser un error, y era un error, hubiera cedido el cacho huerta sin más.
Olvidando este incidente de la huerta del molino y volviendo a la época en que pertenecía a mi abuelo, tengo que decir que de esa huerta se traían las aguaderas de esparto llenas de fruta fresca y la depositaban en las pesebreras limpias del corral y allí cogíamos las sandías, los melones y los llevábamos a la cocina de postre después de la comida, que como ya he dicho en otras ocasiones, solía ser cocido, un cocido de garbanzos y verdura buenísimo hecho con gallina, carne de chivo, tocino salado y relleno de tortilla.
Después de comer nos obligaban a echarnos la siesta en la sala del aseo y la costura, nos la echábamos en una manta de tiras en el suelo, era difícil mantener el silencio que requerían para descansar un rato, mis abuelos y tíos en esos veranos tórridos y sesteantes de San Miguel.
Tirados en el suelo, con las contraventanas cerradas, fijaba la vista en un haz de luz que se filtraba por una rendija de la ventana y me entretenía viendo caer las motitas de polvo, que circulaban por el haz de luz.
De nuevo el ruido de las trancas anunciaban que se había pasado la hora de la siesta.
Mi abuela se pondría a coser en el patio y nosotros, si todavía quedaba agua en el arroyo, iríamos a bañarnos.
Si no quedaba nada de agua, iríamos a los retamales a bañarnos, allí no estábamos solos, estaba llenos de jornaleros y jornaleras cavando y regando los pimientos, que más tarde sería nuestro rico pimiento" molío".
Al río Ambroz, tardábamos un poco más que al arroyo, pero allí el agua estaba más limpia y más fresquita y nos pasábamos la tarde metidos en el agua disfrutando como peces en el agua.
Pozo de agua cana
Falta la higuera dónde pendía la calderilla.
Continuará...
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