EL RÍO DE LA VIDA

Se levantó una maña y salió a la calle y corrió sin rumbo fijo.

Se adentró en un bosque y corrió a lo largo de la orilla de  un río que corría precipitadamente como ella.

Saltaba las ramas bajas y apartaba el follaje que le enredaba la cara.

 No sentía el picor de la ortigas en su piel, ni los arañazos que las zarzas iban dibujando en sus brazos y piernas.

El agua del río corría cada vez más deprisa, saltaba canchos y arrastraba aovas verdes sin florecillas blancas, palos, cortezas de los árboles, pájaros muertos y hojas secas que el viento había puesto en su lecho.

Paralelos, el río y ella se sumían en un estrepitoso arrullo; cada vez era más fuerte el sonido de las precipitadas aguas y de su respiración jadeante.

Casi axfisiada por la angustia que le producía su pena, se detuvo en un remanso del río, se sentó  encima del follaje, tapó su cara con sus manos y comenzó a llorar desesperadamente.
Cada lágrima que caía por sus mejillas, embarcaba en  hojas muertas  y al llegar al río se abrazaba al agua dulce.

Tanto y tanto  lloró que cuando abrió sus ojos hinchados y enrojecidos, encontró un gran lago de aguas apacibles y tranquilas.

Se tumbó en el suelo boca a bajo y comenzó a ver toda su vida y todo el bosque reflejados en las aguas cristalinas y en lo más profundo del lago vió una lucecita que parpadeaba y le daba guiños y besos y enjugaba sus lágrimas y le susurraba al oído, tranquila siempre estaré contigo.