martes, 27 de diciembre de 2011

EL CABRIAL

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Esta mañana, 26 de diciembre del 2011, antes de que saliera el sol, me he levantado para ir a visitar la granja de cabras de Ángel.
Ángel  ha continuado con la profesión de cabrero que habían tenido ya sus padres años atrás.
Todos hemos comido del cremoso y delicioso queso que su madre, la Guille, hacía hasta hace poco años.
Me dispongo a caminar sobre las ocho y cuarto de la mañana, hace una fría mañana de invierno y con mi cámara fotográfica en ristre emprendo el camino por la carretera vieja de Granadilla ( por cierto ya la podían arreglar un poquito pues tiene unos pedruscos que la hace intransitable).
Hace bastante frío pues esta noche ha caído una buena “pelua”, pero merece la pena, como podéis ver en las fotografías el campo está precioso con un paisaje auténticamente navideño.

Atrás queda el pueblo sumergido en una neblina que lo hace más entrañable aún en la lejanía, destaca el campanario de la iglesia entre las demás  casas.
Hay una gran paz y silencio en el camino, sólo rompen este silencio una bandada de grullas que graznan como perros voladores por el alto cielo.



En Zarza, siempre tenemos música de fondo, durante el día graznan las grullas y callan los perros y durante la noche ladran los perros y callan las grullas en sus dormideros en las colas del pantano.


La laguna que hay a la izquierda de la carretera tiene sus aguas heladas, las encinas parecen dormidas y el gran alcornoque se erige erguido y enjuto como el guardián de la dehesa.

Antes de llegar al portón, tomo el primer camino a mi izquierda y nada más entrar en el, aparece, al fondo como en un cuadro renacentista, un precioso paisaje con las  tranquilas aguas de las colas del  río Alagón, encinas en la lejanía y Granadilla entre pinares.


A la mitad del camino, asoma la granja de Angelito y me salen al encuentro los perros de carea y los mastines, me ladran pero yo no les tengo miedo ya sé que no me van a morder, creo que ya me conocen.


Al llegar a la granja me encuentro con Ángel y su hijo, pasamos dentro del cobertizo donde están encerradas todas las cabras que tienen, unas 400 más o meno, me comentan.



Ahora en estos momentos tienen la complicada tarea de separar las cabras que van a ser ordeñadas del resto.(Complicada para mí, ellos... los hacen con bastante diligencia)
Ángel muy diligentemente las va guiando de un lado a otro y ellas obedecen un poco alborotadas pues no están acostumbradas a que las fotografíen. Una cabritilla atrevida ha venido hacía mí y le ha dado un lametazo a mi objetivo.
En la pared del fondo de la nave hay una ventana abierta al pantano y varias cabras miran el precioso paisaje.



Pasamos a la sala de ordeñar y van entrando las cabras por una puerta, dirigidas por Ángel.
 Su hijo las va ordenando en fila a la vez que les echa pienso en los pesebres, reculándolas mecánicamente para atrás hasta llegar a las ordeñadoras; son sacaleches mecánicos que ellos adaptan a las ubres de las cabras y por medio de unas tuberías va cayendo la leche a un depósito que la centrifuga y la mantiene fresca hasta que vienen a recogerla la compañía lechera con la que tienen el concierto.



En esta labor tardan sobre una hora y media, las suelen ordeñar dos veces al día y dan una media de un litro y medio de leche cada cabra. Me comenta Ángel que antes, cuando ordeñaban a mano, tardaban unas 5 horas en ordeñarlas.




Dice, que ahora en invierno se  les quedaban helados los pies en esta laboriosa tarea, sin embargo las manos la tenían calentitas, pues la cabritas tienen las tetillas calentitas  por la leche que contienen dentro.

Pero todos estos mecanismos modernos son caros y su mantenimiento, también, las piezas de los sacaleches suelen ser exclusivas, no hay marcas que les hagan la competencia y tienen un precio elevado.
 Y, por otro lado está el coste la luz que suele ser una factura bastante gorda.
Esto añadido al coste de la alimentación y las vacunaciones periódicas a las que están sometidas las cabras, hace que la profesión sea poco rentable en estos momentos.
Al preguntarle: ¿Por qué no han intentado comercializar la leche y elaborar ellos los quesos en lugar de llevar la cremosita leche de cabra a una central lechera?
Me responde Ángel, que para hacer tal inversión se necesita mucho dinero.
Entonces..., yo le digo, que a lo mejor esto sería posible si se unieran todos los ganaderos de  Zarza e hicieran una  cooperativa lechera.
Aún así, me dice, que sería imposible ya que las instalaciones requerirían de la inversión de un capital muy elevado y ahora mismo ellos no disponen de tal capital ya que las ganancias que tienen son pocas.

Continúa diciendo que cada vez les pagan  más barato el litro de leche.
Sin embargo..., yo le digo, que en las tiendas la leche de cabra, los quesos y yogures son más caros que los elaborados con  leche de  vaca.

Como siempre el ganadero, como el agricultor, es el que está al pie del cañón y es el que menos gana de todo el proceso.



Cuando finaliza el proceso del ordeñe, Ángel y su hijo, salen fuera de la nave y comienzan a echarle pienso en los pesebres.
Abren la cancillera y salen  las cabras alocadamente y se dirigen a los pesebres a comer el pienso compuesto por maíz, cebada y paja.





Cuando terminan de comer..., sale el cabestro con un campanillo grande y detrás todas las demás chivinas y chivinos, chivos y chivas, rojas, blancas y negras, grises jaspeadas.
Y como únicos guardianes  los perros de carea y los mastines.

 Bajan, como locas trotando, con los campanillos, tilín..., tilón..., precipitadamente hacía el encinar y parándose allí para comer hierba fresca, alguna bellota o algún brote fresco de las carrascas que están en el camino.






Al llegar a la charca se detienen a beber y  contemplan encantadas sus bonitas caras en las aguas estancadas.

Continúan el camino ellas solas, y más tarde Ángel las alcanzará con el coche y pasará la mañana con ellas hasta la hora de comer que las encierra al aire libre.
Por la tarde las vuelve a sacar  al campo, las volverá a meter en la nave y las volverán a ordeñar y así todos los días del año...

Con los animales, como dice Ángel no hay descanso, siempre se trabaja: sábados...,  domingos..., y  festivos...

Esta profesión que se ve  tan idílica desde fuera además de ser dura  te deja poco tiempo libre.
Como dice Ángel es posible que esta profesión acabe por desaparecer porque ya nadie quiere estar tan atado por tan pocas ganancias.

Algo muy bonito que me dijo es que se conoce a todas sus cabras y a los hijos de cada una de ellas, ya que es necesario aprendérselo pues cada cabritillo que nace deben echárselo a mamar a la teta de su madre.

Suelen parir dos cabritillos al año cada  cabra. Su embarazo dura 5 meses y suelen programarlo para que nazcan  a primeros de noviembre los chivinos y las chivinas





A mi regreso a Zarza vuelvo a encontrarme con otra bandada de grullas que van surcando el cielo graznando de forma escandalosa.

Ha sido una bonita e interesante mañana.


miércoles, 21 de diciembre de 2011

CENA DE NOCHE BUENA (POLLO TRUFADO)


Yo os voy a poner una sencilla y barata receta para la Noche Buena y va a ser un pollo trufado con huevo hilado.(Aunque en algún medio se diga que es una comida considerada "viejuna")

Creo que que es una barbaridad hacer tanta comida para cenar.

Nosotros siempre que celebrábamos la noche buena con mis padres y hermanos hacíamos la caldereta extremeña de cordero y después de estar toda la tarde al lado de la lumbre cocinándola como Dios manda, al final sobraba caldereta para comer el día de Navidad.

Estaba buenísima, pero creo que es una barbaridad comer caldereta de cordero por la noche, yo por lo menos ya no puedo, a lo mejor probar una pizca pues sí, pero más no me lo permite mi estómago.

Eso después de los langostinos, entremeses, etc..¡.Una barbaridad...!.


Así pues ahí va el pollo trufado:

-Compra un buen pollo, y aquí viene lo más difícil, y es que tienes que desvestirlo, tienes que quitarle la piel con mucho cuidado para que no se rompa, porque la piel servirá para envolver el rollo.

-Una vez quitada la piel comienza a deshuesar el pollo: las pechugas, los muslos, etc.

-Abre la piel del pollo y la pones bien estiradita encima de una bandeja y pones una capa de tiras de pechugas, otra capa de carne picada de cerdo, otra capa de tiras de panceta ibérica adobada y otra capa carne de pollo bien estiradita.

-Lo enrollas bien enrolladito con la piel y aunque te parezca que no vas a conseguir enrollarlo al final lo consigues pues la piel del pollo es muy flexible y se adapta muy bien.

-Finalmente  lo metes en una malla blanca.

-En la olla pon aceite en el fondo y cuando esté caliente mete el rollo de pollo ( y sin haberlo deseado me ha salido un pareado) y lo doras un poquito junto a unos ajos sin pelar y una hoja de laurel.

-A continuación le echas un vaso de vino blanco, y uno y medio de agua, el esqueleto del pollo y una punta de jamón lo dejas cocer a fuego medio hasta que lo pinches con un tenedor y esté blandito.

-Lo dejas enfriar y si lo has hecho antes del día de..., como lo he hecho yo, pues lo congelas y el día de noche buena lo sacas por la mañana; y antes que se descongele del todo  lo cortas como si fuera fiambre y lo sirves con el huevo hilado.

El caldo que te queda de cocerlo lo puedes aprovechar como consomé.

Este plato con unos mariscos y una buena ensalada un poquito especial es más que suficiente y sale muy económico y sobretodo digestivo.

Un beso muy fuerte para todos y Feliz Navidad.











SAN MIGUEL (11) Y ÚLTIMO, LA MATANZA

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En diciembre, en estas fechas que el frío hace estragos, comienza el tiempo de matanzas.
Cuando éramos pequeños la matanza era una auténtica fiesta y sobre todo si la matanza era en San Miguel.
Comenzaban los preparativos de la matanza con la tediosa labor de pelar y picar la calabaza.
Se pelaban las calabazas, grandes calabazonas que estaban duras como piedras, se picaban y se cocían.
Toda esta labor se hacía en el patio enrollado de la parte trasera de la casa. Se llenaba el suelo de tiras de piel de calabaza y al terminar se le echaba a los mulos para que se las comiesen.
La tarea de pelar la calabaza y picar  era bastante dura, porque como ya he dicho las calabazas estaban duras como piedras y siempre había alguien que se cortaba con la navaja haciendo estos menesteres, y al final de la tarea había por lo menos tres o cuatro muchachos pelando calabazas con un dedo a la birulé envuelto con un rehatillo blanco de tela de algodón de sábana vieja.
Una vez cocidas, se iban echando con un puchero grande de porcelana roja a una banasta de castaño para que se escurriera el agua, seguidamente se metía la calabaza cocida en  unos sacos de arpillera. Los ataban con una cuerda y le ponían un palo, que girándolo iba haciendo de prensa para que se escurriera el agua, y comenzaban los sacos en las frías mañanas de invierno, con una buena "pelua" que había caído  en la noche, digo que los sacos de mondongo de calabaza... comenzaban a echar vapor, a humear y hacía que la mañana pareciera aún más fría.

Cuando llegábamos a San Miguel por estas fechas nos encontrábamos con mi abuela delante de la puerta principal de la casa dándole vueltas al palo del saco, que había sacado del interior de la casa para que no se helara durante la noche y por los orificios de la arpillera salía el agua, el vapor y el humo.

La víspera de la matanza nos íbamos a dormir a San Miguel. En aquellos tiempos, cuando teníamos matanza, no íbamos a la escuela, solía coincidir con las vacaciones, pero si aún no teníamos vacaciones, si podíamos nos escaqueábamos de ir a clase.

Llegábamos a San Miguel por la mañana cuando comienza a despertar la helada con los primeros rayos de sol y el encinar se esconde entre la neblina que levanta la escarcha y el resplandor del sol.
Pasábamos el día, montados en los columpios que hacíamos en las encinas, cogiendo bellotas, persiguiendo a los pavos, recogiendo los huevos y rompiendo el carámbano del arroyo.
Cuando las heladas eran muy numerosas se formaba una capa gruesa de hielo en el arroyo y pasábamos de un lado a otro a gran velocidad hasta que en algún momento hacia crak..., y como ya comenté en alguna ocasión caíamos al agua helada y para que no se enteraran nuestros padres permanecíamos escondidos entre las tamujas medio desnudos hasta que se secaba la ropa. La mayoría de las veces se enteraban y te propinaban una buena zotaina.
Por la tarde, al oscurecer, nos metíamos en casa y nos concentrábamos todos en la cocina alrededor de la chimenea junto al fuego.
En víspera de matanzas teníamos tarea, nos mandaban pelar los ajos. Se debían de pelar por lo menos un centenar de ajos.
A ninguno nos gustaba esta labor porque olía mal y al final nos picaban y escocían los dedos, pero lo hacíamos para ayudar a mi tía.
Mientras pelábamos los ajos contábamos cuentos, siempre cuentos de miedo, que después a la hora de irnos a dormir siempre veíamos sombras fantasmagóricas por todas partes.
Otra tarea era picar las migas para el almuerzo de la matanza, se picaban los panes asentados y se llenaban por lo menos dos barreños.
Las migas las hacía buenísima mi tía Martina que era la cocinera.
También  en vísperas se metían las tripas, compradas, en barreños con agua, se repasaban, se cortaban y se le ataba una cuerda en un extremo de la tripa.
Mi abuela repasaba todas las especias que tenía por si hacía falta comprar alguna:
Pimiento molio, Pimienta, clavo, nuez moscada, orégano, laurel, etc...
También compraban grandes sacos de sal para salar los jamones.
El día antes de la matanza se lavaban bien todos los utensilios que se iban a utilizar:
Tenía mi abuela una cesta hecha con tiras de castaño y allí guardaba una gran colección de cuchillos matanceros de todos los tamaños. Los lavaban y los afilaban para que estuvieran listos para el día siguiente.
En un barreño de porcelana blanca se colocaban los cuchillos de los cuales uno de ellos iba a ser utilizado para matar al guarrapo y otros para despiezarlo.
En otra cesta guardaba todas las cuchillas, moldes y embudos de la máquina de picar la carne para hacer los chorizos y las morcillas, todos eran debidamente lavados y secados y dispuestos encima de la mesa donde se acoplaba la maquina de picar.

Las artesas de corcho estaban ya preparadas con el mondongo de calabaza humeante, esperando a que le incorporasen los adobos y las grasas procedentes del cerdo.
Grandes artesas de madera de castaño, ya relucientes, limpias y secas para echar en ellas la carne magra y gorduras picadas para hacer los chorizos.
Chorizos, de los que ya no quedan, jugositos y sabrositos, los primeros chorizos, antes de que se secaran,  nos los  hacían fritos con huevos y patatas fritas, era un manjar.
Otra artesa de madera, más pequeña, esperaba para ser ocupada por la carne para hacer  los salchichones, que mi abuela adobaba de manera especial y le quedaban los salchichones más jugosos y ricos que jamás hemos vuelto a comer.
Otra artesa de corcho pequeña para poner la carne fileteada, finamente, de los lomos y solomillos para hacer lo que nosotros llamamos el chorizo de lomo, que no tiene nada que ver con el seco lomo embuchado.
 El chorizo de lomo, jugosito y una vez curado metido en aceite oliva, para mí es cien veces mejor que el jamón.

La caldera grande de hierro, llena de agua, encima de la lumbre para cocer las patatas y hacer las morcillas patateras.
 Se pelaban las patatas una vez cocidas y calientes. Y, como las calabaceras..., esperaban a tener la grasa del cerdo para mezclarla con las especias y hacer las morcillas patateras.

Un barreño grande de barro vidriado lleno de cebollas picadas y escaldadas esperando para hacer la morcilla turra, una vez estuviera disponible la sangre y el sebo del cerdo.

Cucharones grandes de madera, espumaderas  y cazos de hierro, trapos de algodón hechos con sábanas viejas.

En los respaldos de las sillas colgaban las tripas ya humedecidas y secas, y con la cuerda atada, dispuestas para ser utilizadas por las mujeres para hacer las morcillas.

Se colocaba la máquina de picar y embuchar en el centro del patio; a continuación de la máquina..., haciendo un pasillo, en paralelo, se colocan todas las sillas de enea con la tripas de vaca en los respaldos, y encima de cada silla una fuente o plato de porcelana con una pica de pita, alfileres de cabeza negra, cuerdas en ovillo o cortadas y un cuchillo pequeño y unas tijeras. Y, en el centro, en medio de las sillas, una tabla con un brasero de lumbre para que no pasaran frío las mujeres.
En un rincón grandes varas y cañas que se irán llenando de morcillas o chorizos según los van embuchando, y a continuación los colgaran en la bodega.

Todo está dispuesto en el patio de la casa para la matanza, mi abuela lo revisa todo por la noche con un candil en la mano.

Antes de irse a dormir mi abuela dejaba enterrados en los rescoldos de la ceniza de la lumbre las cabezas de ajos que a la mañana siguiente los tomarían los hombres con una copa de aguardiente.

 Dormíamos todos los primos juntos, unos para los  pies y otros para la cabecera, todos juntos como cochinillos, arrimados unos a otros para no pasar frío, pues aunque teníamos buenas mantas de lana, unos tiraban para arriba y otros para abajo y estábamos más tiempo desarropados que arropados.

Antes del amanecer venían del pueblo todos los tíos, tías y primos mayores, entraban en la cocina y se tomaban los ajos asados con el aguardiente.
A continuación se acercaban a las cochineras e iban sacando a los cerdos de uno en uno, corriendo tras ellos hasta que lo cogían entre varios hombres y subiéndolo a la mesa matancera le ataban las patas traseras, abriéndoles las patas delanteras y sujetándolas fuertemente, y  atándole la boca con una cuerda, el matarife, que solía ser mi tío, abalanzándose encima del cerdo le clavaba el cuchillo por debajo del cuello y empezaba a salir la sangre a borbotones, e iba cayendo a un caldero y una de mis tías con una paleta removía sin parar para que la sangre no se cuajara.
Esta parte era la más desagradable, nosotros, escondidos detrás de las cortinas de palos, muertos de miedo por los chillidos de los guarrapos nos tapábamos la cara con las manitas y mirando a través de  los dedos, veíamos como el cerdo agonizaba..., estirando la pata y dejaba de chillar. Mientras una mano salpicada de sangre removía la sangre con una paleta de hierro. 

Seguidamente los hombres prendían los escobones en la lumbre y se los pasaban al guarrapo por el cuerpo y comenzaba a oler a chamusquina, cosa mala..., y acto seguido con una tabla rasuraban la piel para que se cayera toda la pelambrera chamuscada.

Les quitaban las pezuñas quemadas y nos las daban a nosotros y las poníamos a cocer en un bote de hojalata junto a hierbajos, no sé con qué fin hacíamos esto, aquí en San Miguel, pues en el pueblo se hacía este brebaje y por la noche se tiraba en los patios de las casas. Fijaos que divertimentos más salvajes teníamos en los años  maricastaños.

Nosotros nos acercábamos a la lumbre, una gran fogata hecha de tarmas y leña de encina, y cogíamos cada uno un palo encendido... y escribíamos en el aire palabras de fuego en la pizarra de la noche oscura.

Una vez que el cerdo estaba bien rasuradito, lo metían dentro del patio de la casa y empezaba el rito del despiece, cada parte del cerdo iba a un recipiente diferente.

Primero le abrían la tripa y sacaban las vísceras, el corazón, hígado, asaduras, y con mucho cuidado sacaban la hiel.
Cortaban un trozo de hígado, lo envolvían en un trapo blanco y lo llevaban al pueblo para que lo analizara el veterinario para ver si tenía " La Trichina"(Triquina,Triquinosis).
Como confiaban de que todo estuviera bien, seguidamente, quitaban las telas de la  manteca que rodeaban todo el vientre y las colgaban de una vara limpia, sacaban el vientre, las tripas humeantes, y con trapos de sábanas viejas y limpias recogían la sangre del interior del cerdo.
Seguían despiezando: las paletillas, las costillas, los jamones, las manitas, los tocinos, los lomos, los solomillos, los morros, las orejas, la lengua, los coratos, etc...

Cuando acababan con el despiece de la cabeza del cerdo, mi tío Lucas cogía la "carrillá", que era la mandíbula del cerdo con unas lascas de carne pegadas al hueso, y la acercaba a la lumbre y nos asaba la "carrillá", una vez asada iba, delicadamente, cortando con una navajita lasquitas finas de carne y las iba depositando en un plato de porcelana, nos colocaba en fila y nos daba un trozo a cada uno.
 Como siempre mi primo Perico hacía trampas y se colaba varias veces pero mi tío, riéndose se lo saltaba.

Mientras tantos las mujeres no paraban de acá para allá ordenando todo lo que los hombres iban sacando del guarrapo en diferentes cacharros.

Se hacían un parón a las diez de la mañana y se comían las migas. Se servían en grandes fuentes y todos comíamos las migas con gran algarabía.
Las mujeres alegres hablaban de empezar lo antes posible con el embutido, y los hombres hablaban de las arrobas que había pesado el guarrapo, y..., de si tenía mucha grasa o poca...

Al terminar de comer las migas, las mujeres cogían los vientres de los guarrapos, los metían en grandes barreños de porcelana blanca y subiéndoselos a la cabeza, encima de una rodilla, se iban a lavar las tripas al arroyo, nosotros, los muchachos y muchachinas íbamos detrás de ellas; nosotros llevábamos el jabón, los estropajos de cuerda y una botella de vinagre.

Esta parte de lavar las tripas..., sólo lo hacían las sufridas mujeres, porque era una "Guarrerida", las tripas olían que espantaban..., de ellas sacaban los excrementos y también salían grandes lombrices blancas que daban un repelús impresionante.
Las lavaban bien y les daban la vuelta con mucha soltura y manejo, y una vez bien limpios los intestinos gruesos y delgados, los metían en agua limpia con vinagre. También tenía un olor característico que tiraba para atrás.
Ellas, las mujeres, hacían la labor como si nada, hablando y gesticulando a la vez y nosotros con caras de ascos y espavientos no le quitábamos ojo al lavado de tripas.

Mi abuela en la casa  amasaba las carnes picadas junto con las grasas e iba haciendo los adobos en las artesas de madera, y en las cunas de corcho.
Al terminar hacía una gran cruz encima con el dedo.
Y, los tapaba con sábanas blancas, hasta la tarde noche o al día siguiente que se comenzarían a hacer los chorizos y las morcillas.

Mientras tanto mi tía Martina se encargaba de hacer la comida, que consistía en arroz amarillo con pollos de corral, huevos duros y pimientos morrones.
Nunca he vuelto a probar un arroz tan rico y jugoso como aquel que hacía mi tía Martina.
Se acompañaba de ensaladas de lechuga y aceitunas negras que mi abuela había aliñado con ajo, orégano, tomillo "sansero", pimiento molío, cebolla, un chorrito de vinagre y aceite de oliva.
Y de postre: natillas caseras con galletas con copetes de merengue.

Por la tarde se hacía el ponche y se le ofrecía a las mujeres junto a un trozo de pan con el pruebe del chorizo o con un cacho de magro asado, junto a una salsa hecha con un adobo de ajo machacado, perejil, aceite, un chorrín de vinagre y guindilla picante seca.
Al final de la tarde los colores de las mujeres iban subiendo con el calor del brasero, los chistes picantes, las risas y el ponche hecho con vino tinto, zumo de naranja, azúcar y trozos de naranja y de limón.
Al llegar la noche los hombres ya estaban un poco"alpistados"y cantaban y bailaban flamenco y las mujeres reían y tocaban palmas.  
Terminando  con este villancico.




La cena consistía en carne guisada con patatas fritas. Después de cenar se marchaban al pueblo y nosotros los pequeños llorábamos..., para que nos dejaran quedarnos a dormir en san Miguel.

¿Era pues..., o no era una fiesta para los niños...? Pues sí, era una gran fiesta para todos para niños y mayores, y aunque se les veía disfrutar y trabajar con ganas a los mayores, hay que reconocer que la matanza era una paliza impresionante para ellos.

La matanza en San Miguel duraba dos o tres días y nunca se borraran de mis recuerdos aquellos días tan felices que me tocó vivir en mi niñez.

Esta publicación se la dedico a toda mi familia en especial a mis abuelos y primos.

Me gustaría que me mandasen fotos de los que no tengo para colgarlas aquí.
(Javichuelo tú eres el bebé que tenemos cogido Mariví y yo, ya puedes proporcionarme fotos de los 5)





























































Y con los últimos nietos llegó el color